lunes, 20 de abril de 2009

El liderazgo en productividad de los EE.UU, por Samuel Cotarelo Estévez

La primera potencia económica mundial actualmente, EEUU, adquirió el liderazgo en productividad entre 1890 y 1913, con Reino Unido como predecesor y anteriormente Holanda. Este fenómeno se debió a los cambios que se produjeron en su economía a lo largo de todo el siglo XIX, y es lo a continuación procedemos a analizar

Una de las disyuntivas que separan las tesis de unos historiadores de las de otros son las  fechas en las que el verdadero crecimiento comenzó. Paul David, por ejemplo, afirma que el crecimiento comenzó  a principios del siglo XIX. Concretamente entre 1800 y 1820 se habría producido una mejora considerable en la productividad y en la renta per cápita. Por otro lado, Thomas Weiss postula que el verdadero crecimiento empezó a partir de la segunda década del XIX:  entre 1820 y 1840 tuvo lugar un fuerte crecimiento económico, mientras que de 1800 a 1820 apenas se puede destacar crecimiento alguno. Esta última teoría es la más aceptada por dos razones. La primera es por la calidad de la información a la que este último autor tuvo acceso, mientras que Paul David, al ser predecesor de Weiss, contó con una información menos fiable. La segunda razón es simple y llanamente por la cantidad de información disponible, siendo para Thomas Weiss mucho mayor al haber existido más tiempo  e investigaciones previas.

En cuanto a las causas de este crecimiento, existen también varias tesis, aunque no necesariamente se contradicen entre sí. Algunas de ellas son las siguientes: las que insisten en la productividad de la mano de obra (Thomas Weiss), la introducción de instituciones públicas (Thomas Weiss, Schaefer y Rostow), descubrimientos técnicos y tecnológicos e incremento de la tasa de inversión interior (Thomas Weiss y Rostow), o la abundancia de recursos naturales (Wright).

El  aumento de la productividad en la mano de obra es crucial según Thomas, pues será el factor que permita aumentar el output per cápita. El incremento de la productividad fue posible por la introducción de tecnología en los procesos de producción no sólo en la industria sino también en la agricultura. La presencia de la tecnología fue decisiva a lo largo de todo el siglo XIX, con descubrimientos tales como la máquina de coser o el telégrafo. Este último dio asimismo un fuerte impulso a las comunicaciones y contribuyó a la unidad de mercado.   La inversión en tecnología acabó internalizándose en el seno de las grandes corporaciones norteamericanas desde las últimas décadas del XIX.

En cuanto a las instituciones, y según Thomas Weiss y Schaefer,  se pueden distinguir una función básica, que es conferir estabilidad a la vez que continuidad a las relaciones de comercio (interno y externo) y mantener la existencia  por  otra parte dos tipos de “normas”,  las normas formales, que van desde las obligaciones contractuales entre los individuos hasta las leyes constitucionales, todas ellas siguiendo una clara  jerarquía. Por otra parte, existe una serie de normas informales, que no están redactadas como las leyes pero que se presuponen hasta tal punto de ser perfectamente conocidas por toda la población (hablo de rutinas, costumbres, tradiciones), y que también muy importantes para el desarrollo de un país.

En conclusión, todos estos factores se encuentran fuertemente interconectados. Pero podríamos afirmar que para que el intenso desarrollo de la economía norteamericana durante la segunda mitad del siglo XIX fuese posible lo más importante fue la presencia de unas buenas y sólidas instituciones que confirieron estabilidad política y social, y a la vez canalizaron fuertes inversiones en I+D en campos  prácticos y útiles para la industria que crecía en ese momento.  Esto a su vez aumentó  la productividad de la mano de obra, al mismo tiempo que se incrementaba la inversión en capital humano, para aumentar la mano de obra no sólo cuantitativamente sino también cualitativamente, lo cual permitió disparar la productividad durante ese periodo. Citando una frase de Rostow, “For an economic growth it’s necessary an increase in the investment share of national input, an emergence of a leading sector and the development of political and social institutions”.

Derecho de propiedad y desarrollo, por Dani Eugen Caprarin

La propiedad intelectual es clave en el crecimiento, ya que su protección y defensa está muy vinculada al ritmo al que se producen las innovaciones. En el ámbito de la cultura, y en el caso español, la lucha contra la piratería y el intento de defender los derechos de propiedad ha resultado perjudicial para los consumidores que compran grabadoras, escáneres, discos duros portables y, especialmente, discos vírgenes, porque ahora tienen que pagar el que se conoce como canon digital.

 El canon digital lo pagamos por si el material que estamos comprando lo dedicaremos a actividades fraudulentas, en este caso hacer copias ilegales de productos que tienen reservados los derechos de autor. Es decir, se acusa al consumidor de ser delincuentes antes de serlo, o mejor dicho, sin que se tenga ninguna prueba. ¿Y la presunción de inocencia? El artículo 24 de la Constitución Española, en su párrafo 2º, dice lo siguiente: "Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley (...), a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia”. Sin embargo, en vez de presuntos inocentes, el gobierno nos considera, presuntos culpables. Análogamente, podríamos pensar, tal como dice Pedro Antonio Honrubia Hurtado, en un artículo de  enero de 2009, que una persona que compra un arma legalmente debería pasar unos años en la cárcel, por si el uso que le dará al arma no es del todo legal. Desde luego, el cobro del canon no es la mejor opción para la protección de la propiedad intelectual, y el gobierno, junto con los miembros de la SGAE, deberían buscar mejores soluciones. Sobre todo más justas. Por ejemplo, perseguir a aquellas personas que acceden a las páginas de internet de descargas ilegales.

 Tenemos que proteger la propiedad intelectual porque, como bien dice el historiador de la economía Douglass North, uno de los principales factores que explican el inicio de la revolución industrial en Inglaterra fue la creación de las instituciones que iban a permitir garantizar los derechos de propiedad intelectual. Antes de que se garantizaran esos derechos, las personas no tenían suficientes incentivos para innovar, por lo que las innovaciones eran escasas. Esto resulta lógico: si una persona no tiene la seguridad de que podrá recuperar por lo menos lo que haya invertido, y además, algunos beneficios, simplemente no invertirá. Aquí chocamos con el problema del free-rider: todas las empresas esperarían a que otras empresas inventaran nuevos artilugios, y cuando eso ocurriese, simplemente copiarían el invento y obtendrían beneficios sin asumir riesgo alguno ni gastar dinero en la investigación. Sin embargo, si todos esperamos que otros investiguen, es muy probable que muy pocos lo hagan y, de esta manera todos saldremos perjudicados. La solución que se ha dado ha sido la concesión de patentes que garantizan al inventor la posibilidad de ganar dinero. Pero al mismo tiempo, el inventor se convierte en monopolista. De esta manera las empresas se ven incentivadas a invertir en investigación, y la economía empieza a crecer.

Sin embargo, como las empresas se convierten en monopolios, al no tener competencia, las leyes de mercado no pueden actuar y el precio es impuesto por el monopolista, y suele ser un precio bastante alto. Esto se puede convertir en un problema. Veamos un ejemplo. Los recursos que se dedican a desarrollar curas para las enfermedades tropicales son bastantes escasos: entre 1975 y 1997 se patentaron en el mundo 1233 productos farmacéuticos, de los cuales solamente 13 fueron para enfermedades tropicales. Ello a pesar de que la muerte de millones de personas anualmente debido a este tipo de dolencia. ¿Por qué no se invierte más para ayudar a esta población? La respuesta es sencilla: porque no lo pueden pagar. Nos guste o no, la economía no produce aquello que necesitamos, sino aquello que podemos pagar. Sin un laboratorio encontrara la cura de la malaria, recibiría tantas presiones por parte de las organizaciones humanitarias, que acabaría cediendo la patente, y probablemente, se vería en apuros económicos por no poder recuperar la inversión. De esta manera, no se investiga sobre curas para la malaria, pero sí para otros medicamentos, como por ejemplo la Viagra, que no salva vidas pero los que la demandan sí que la pueden pagar. Una posible solución sería la que ha propuesto Michael Kremer, profesor de la Universidad de Harvard, y que consiste en que los gobiernos de los países ricos se comprometieran a comprar vacunas (a precios de mercado) a los laboratorios, y donárselas a los países pobres. 

En definitiva, es necesaria la protección de los derechos de propiedad para que exista desarrollo económico y progreso de la sociedad, pero también es preciso que dicha protección sea lo más justa posible.

Luces y sombras de la legislación sobre propiedad intelectual, por María Luisa Duque García

Basándonos en las ideas aportadas por North y Thomas, el derecho de propiedad intelectual se implanta en nuestra sociedad como bien público sufragado por los ciudadanos y administrado por el gobierno, quien se encarga de establecerlo a escala general. Es de vital importancia que esté bien definido, y que el gobierno despliegue toda su capacidad para hacerlo respetar y cumplir, ya que es una de las principales fuentes de crecimiento económico. En la actualidad, un ejemplo de las dificultades de su aplicación es la ley 23/ 2006 de 7 de julio, en la cual se establece el régimen jurídico de los Derechos de Propiedad Intelectual en España. La mencionada ley trata de otorgar un reconocimiento en favor de los autores y artistas mediante derechos de remuneración por la puesta al público de sus obras. Para esto, establece la obligación de un pago de compensación equitativa por copia privada, el llamado “canon”, recaudado por las entidades de gestión para compensar el “lucro cesante” que implica dicha copia. Y es aquí donde comienza el conflicto entre los partidarios de esta ley  (asociaciones de los titulares de los derechos como SGAE, AIE, AISGE, EGEDA, DAMA, CEDRO) y los detractores (básicamente consumidores, sus asociaciones y ciertas agrupaciones políticas o sociales) que opinan que se nos cobra por un derecho fundamental, el del acceso y adquisición de una obra artística y cultural, y que la legislación otorga privilegios a ciertos grupos privados.

Por ejemplo, Jorge Cortell, de la Universidad Politécnica de Valencia, destaca los graves defectos que presenta la ley de 2006, señalando que existen multitud de modelos de negocio que se ven potenciados con una distribución libre y gratuita a través de conciertos, el merchandising o las retransmisiones. Señala asimismo que la creación no requiere de grandes inversiones, ya que grandes creaciones históricas se han llevado a cabo con equipos caseros. Además, el canon sobre la copia privada ocasiona la injusticia de considerar a toda copia generadora de beneficio económico o lucro, además de establecerse de manera indiscriminada sobre todos los soportes, sean utilizados o no para realizar copias de productos sujetos a derechos de propiedad intelectual. La Ley –señala– no es fruto voluntad popular sino de la presión de determinados grupos de interés.

Se pueden estudiar alternativas que velen por los derechos de propiedad intelectual, y que lo hagan de manera más justa. Algunas de ellas podrían ser el “Copyleft”, que “comprende a un grupo de derechos de autor caracterizados por eliminar las restricciones de distribución o modificación impuestas por el copyright, con la condición de que el trabajo derivado se mantenga con el mismo régimen de derechos de autor que el original”; fomentar el uso de Linux como un software libre y más barato; o el “Creative Commons”, que “permite crear licencias propias eligiendo alternativas entre los parámetros más importantes (derecho de libre distribución y reproducción, obligatoriedad de identificar autor, prohibición de uso con ánimo de lucro…)”.

En definitiva, existen alternativas a la ley que merecerían ser implementadas para un acceso restringido a la cultura en aras del beneficio económico de determinados grupos de presión. El filósofo Xavir Zubiri, que acuñó el concepto de “suidad”, ya expuso que “las obras intelectuales no deberían pertenecer a nadie, sino beneficiar a todos”.

martes, 31 de marzo de 2009

Dos transiciones demográficas, por Raquel Clemente Rodríguez y Laura Cruz Iglesias

Podemos definir transición demográfica como el proceso de transformación de la estructura poblacional caracterizado, en líneas muy generales, por un descenso gradual de las tasas de natalidad  y mortalidad. Distinguimos entre dos etapas de la historia donde se ha llevado a cabo este proceso, la acontecida durante el siglo XIX en los actuales países avanzados y la iniciada en el siglo XX en los países en vías de desarrollo. Es destacable la divergencia entre los distintos autores que hacen referencia a esta teoría, sobre todo a la hora de especificar los factores que intervienen en su desarrollo, debido a la multitud de casos que se han dado a lo largo de la historia en las diferentes regiones del planeta.

Centrando la atención en la llamada transición demográfica “clásica”, podemos destacar que se trató de un proceso lento y gradual. En la fase inicial las tasas de mortalidad eran extremadamente elevadas y sólo podían compensarse con tasas de natalidad igualmente altas. La estabilización de estas tasas comenzó con la disminución de la mortalidad, motivada por mejoras en las condiciones sanitarias, higiénicas, menores crisis epidémicas, extinción de la peste, desarrollo científico…destacando una mejora indiscutible de la dieta gracias a la Revolución Agrícola (nuevas de sistemas de cultivo, mayor productividad…) y a la llegada de productos alimenticios procedentes de América. Como consecuencia de ello, se produjo un aumento de la presión sobre los recursos que puso en marcha los frenos preventivos mencionados por Malthus, destacando entre ellos “el modelo europeo de matrimonio tardío” que buscaba el control de la fecundidad. También debemos añadir como causas de este control el aumento coste de crianza de los hijos consecuencia de la aparición de una mentalidad moderna basada en la búsqueda del bienestar individual, la mayor alfabetización, la menor influencia de la Iglesia y la emancipación de la mujer. Por último, es preciso señalar que existe una correlación entre crecimiento económico estable y duradero (en este caso consecuencia de la Revolución Industrial) y tasas de natalidad equilibradas.

            En contraposición a la etapa anterior, el ciclo demográfico de los países pobres se caracteriza por ser más rápido y dinámico, ya que los conocimientos adquiridos en los países ricos se han transferido masivamente al mundo pobre provocando una drástica disminución de la mortalidad. Sin embargo, es destacable la elevada tasa de mortalidad infantil que impera en estos países, cuyas causas primordiales podrían encontrarse en la falta de recursos materiales, conocimientos médicos y desarrollo.  Además, se han producido reducciones en la natalidad mucho menores que en los países ricos, al no existir un control voluntario de los nacimientos. Para terminar, cabe mencionar la diversidad de las condiciones ambientales, estructura y cultura de las distintas sociedades pobres lo que conlleva a que estas posean tasas demográficas muy dispares.

            En definitiva, la principal diferencia es el ritmo acelerado de la segunda etapa, aunque podemos pensar que la base teórica no se corresponde con la experiencia empírica ya que continuamente aparecen datos de la elevada mortalidad cuando según la teoría ésta debería ser menor. Encontrando la causa de ello en que la transmisión de los avances modernos no es plena debido a la mala estructura institucional y política de la mayoría de estos países.

lunes, 30 de marzo de 2009

Las fuentes del crecimiento económico norteamericano, por Pablo César Olmo Navarro

El crecimiento económico estadounidense en la segunda mitad del siglo XIX fue espectacular si lo comparamos con otros países. En este periodo, concretamente desde la última década de ese siglo, Estados Unidos superó a Reino Unido como primera potencia económica mundial. A continuación voy a repasar cuáles fueron las principales fuentes del crecimiento económico que experimentó Estados Unidos.

En primer lugar, uno de los principales factores a tener en cuenta es la abundancia de tierra y la riqueza en recursos naturales del territorio estadounidense. Ello significó una mejor dotación de recursos y conllevó una ventaja competitiva en agricultura y minería. Estados Unidos gozó de una superioridad clara frente a otros países competidores en estos sectores. Además, la utilización de maquinaria mejoró los rendimientos en la agricultura. Las enormes dimensiones del territorio se pueden considerar, por tanto, una primordial fuente de crecimiento económico. Estados Unidos tenía además gran variedad de climas y recursos, lo que facilitó la especialización regional. Al mismo tiempo, ello posibilitó la formación de un gran mercado interno.

La abundancia de recursos naturales pudo ser aprovechada gracias al desarrollo de los transportes. La construcción de canales y caminos de peaje, además de la mejoras en el transporte con la aparición del ferrocarril, facilitaron el acceso a recursos naturales y la formación de un mercado interno de gran escala. Esto supuso una importante disminución en costes y un incremento en la productividad.

Por otra parte, otra de las causas a tener en cuenta es el aumento de la inversión interna. Estados Unidos destacó por su esfuerzo inversor, lo que permitió un incremento de la productividad per cápita. Al esfuerzo inversor de capital se unió el esfuerzo en la inversión en capital humano, con el apoyo del gobierno federal y la institucionalización de la investigación y la formación en el seno de las grandes empresas: investigación de mercados, avances en técnicas de venta, publicidad, desarrollo de tecnología…

Por último, Estados Unidos durante el siglo XIX experimentó un fuerte crecimiento demográfico. El alto crecimiento natural y el aumento de la inmigración procedente de Europa fueron las causas del incremento poblacional estadounidense hasta llegar a convertirse en la mayor del mundo. Destacar que el crecimiento demográfico no implica siempre un aumento en la riqueza de un país, pero en los Estados Unidos la unión de factor tierra y recursos abundantes, tecnología e inmigración produjo un resultado de fuerte crecimiento económico.

El crecimiento de los Estados Unidos, por David J. Andrés Cerezo

En la segunda mitad del siglo XIX  Estados Unidos tomó el relevo de Inglaterra como país líder en productividad. En este breve ensayo nos planteamos cuáles pudieron ser las principales fuentes del crecimiento económico norteamericano, que podrían explicar su mayor éxito relativo.

Un factor a tener en cuenta es el crecimiento de la población por la aportación realizada por la inmigración. La escasez de mano de obra en relación a los recursos naturales dio lugar a salarios altos que motivaron la llegada de inmigrantes procedentes de Europa, atraídos en parte por ese diferencial salarial. Asimismo, la tasa de crecimiento natural fue muy elevada. De los 23.2 millones de habitantes que había en 1850, los Estados Unidos  alcanzaron los 76 millones en apenas 50 años. Este desarrollo demográfico impulsó la formación de un importante mercado interno, posible gracias también a una adecuada red de transporte.

La amplia extensión territorial fue otro de los factores determinantes del liderazgo estadounidense.  La gran cantidad y variedad de recursos naturales tuvo como consecuencia un alto grado de especialización regional. Además, esta abundancia de recursos impulsó la introducción de maquinaria para suplir de alguna manera la escasez de mano de obra.  

La relativa estabilidad política de los Estados Unidos es un factor a tener también en cuenta. Asimismo, el gobierno federal promovió la unidad de mercado y una elevada libertad económica. Ello incentivó la innovación empresarial, con la creación de grandes sociedades anónimas. La elevada protección de los derechos de propiedad y una mentalidad liberal libre de tradiciones del pasado impulsaron asimismo este proceso de crecimiento.

En definitiva,  las condiciones naturales del país (abundancia de recursos minerales, gran disponibilidad de tierra) y la unión de una mentalidad competitiva e instituciones que garantizaban una recompensa al esfuerzo invertido sentaron las bases del liderazgo norteamericano desde las últimas décadas del siglo XIX.

Imagen: Ceremonia de clavado del "Remache de Oro" en Promontory (Utah), 10 de mayo de 1869, para celebrar el encuentro de la línea transcontinental tendida por Central Pacific y Union Pacific

La propiedad intelectual y el canon digital, por Ignacio Alonso

La propiedad intelectual se podría definir como el conjunto de derechos que corresponden a los autores y a otros titulares, respecto de las obras que han creado. La normativa legal vigente en España corresponde a la Ley 23/2006, y que supone una actualización de la anterior norma. Dentro de la propiedad intelectual encontramos dos ramas: la propiedad industrial, referente a creaciones industriales o patentes; y los derechos de autor, que corresponden con los autores u otros titulares de obras culturales, literarias, musicales o radiofónicas.

Los derechos de autor están en peligro desde los últimos años debido al cambio de formato de las  obras, que han pasado de un formato analógico a uno digital, lo que proporciona una mayor facilidad de copia de obras ilegales. Por ello la Ley 23/2006 introduce el denominado “canon digital”, que consiste en la imposición de un canon sobre todos aquellos productos capaces de realizar o bien copias digitales, o bien ser soporte de ellas. Las sumas recogidas por el canon son repartidas entre los miembros que tienen obras registradas en la Sociedad General de Autores Españoles (SGAE).

A pesar de ser de la satisfacción que la norma entre los miembros pertenecientes a la SGAE, esta nueva legislación ha sido criticada por haber provocado un aumento del  precio medio de productos como móviles, ordenadores, impresoras, reproductores de música o agendas electrónicas. Hay que admitir que el nivel de copias ilegales se ha incrementado de manera notable en los últimos años, pero es necesario señalar que estos productos muchas veces se convierten en herramientas básicas de muchos trabajos. Las oficinas que precisen de equipos informáticos para el almacenamiento de información interna de sus propias empresas deberán pagar el canon digital; una persona que quiera grabar fotografías propias en un CD deberá pagar el canon digital; una empresa que proporcione teléfonos a sus empleados para el desarrollo de la actividad laboral deberá pagar el canon digital. Además, el canon no libra a nadie, ni siquiera a la administración pública.

Por otro lado la Ley 23/2006 no modifica aspectos relacionados con la propiedad industrial. Las empresas con patentes concedidas sobre productos creados por ellos, ven en muchas ocasiones cómo otras empresas toman la idea general de sus productos y modifican las características necesarias para que no pueda considerarse una copia, eliminando así los derechos de explotación exclusiva de la empresa. Este problema, el de la copia, puede afectar negativamente, como señalan North y Thomas, en la iniciativa para el desarrollo de nuevas tecnologías, que suponen un pilar fundamental en el crecimiento económico.

En resumen, la nueva legislación ha intentado compensar con el canon digital las pérdidas que los propietarios de los derechos están soportando por el desarrollo de la nueva tecnología, aunque probablemente esta medida no sea la más adecuada por su falta de discriminación.

jueves, 19 de marzo de 2009

lunes, 16 de marzo de 2009

Los comunes en el espacio


Debris in space

Flying blind

The tragedy of the commons meets the final frontier

THE Earth’s orbit is getting crowded. The past few years have witnessed huge growth in the number of satellites. Unfortunately, wherever civilisation ventures it leaves a trail of rubbish. Of the 18,000 tracked objects travelling around the Earth that are larger than 10cm (4 inches), only about 900 are active satellites. The rest is debris—everything from fragments of paint to entire dead satellites and bits of old rockets. Smashed bits of space equipment orbit along with items dropped by astronauts, including tools and the odd glove.

That is quite enough trash, without needlessly creating vastly more of the stuff by smashing up satellites. Yet the destruction of the Chinese Fengyun-1C in an anti-satellite missile test in 2007 accounts for more than a quarter of all catalogued objects in low-Earth orbit. And the collision of an American commercial satellite and a defunct Russian military one has just added thousands more pieces of debris. For the sake of the whole planet, the space industry needs to clean up its act.

In space no one can hear you clean

Space junk is dangerous. Anything larger than a fleck of paint poses a hazard to the useful working satellites that surround the Earth, and on which the world increasingly depends for communications, broadcasting and surveillance. Space waste is not biodegradable. You cannot sweep it up. Instead, it will stay in orbit for decades, or even centuries, before it eventually falls to earth and burns up.

As the pile of rubbish grows, so does the risk of collisions. In the 1970s one NASA scientist pointed out that debris from one collision could go on to create a second, which would create still more debris and more collisions, and so on. Eventually, an entire orbit would be rendered useless for generations.

The orbits around the Earth are too valuable to let this happen. Space is a public common and humanity needs to value it. So it is time to stop so many satellites from flying blind. Although some organisations collect and analyse data on potential collisions, they are not always precise and there are gaps in their knowledge—as the recent collision has shown. The European Space Agency has said it will encourage space agencies to share more information. It will also establish standards for working more closely with America.

But that is too modest. What is needed is an international civil satellite-awareness system that would provide everyone from small governments to business with the information they need to operate safely. To create such a system cheaply, however, requires countries to pool information from their separate ground sensors. The system should lay down the rules of the road, such as who has to give way. All space-faring countries should comply with international guidelines to minimise the amount of debris created by launches. There is a strong case for a moratorium on debris-creating anti-satellite tests. And satellite-launchers should be obliged to buy insurance to cover the risk of extra costs before they venture into space, rather as car-drivers must before they take to the road. One such cost arises when a satellite has to take evasive action and thereby uses up fuel, reducing its life in orbit.

This plan need not be expensive, but it faces one big difficulty. Because orbit is open to anyone with a launch-rocket handy, some countries may be tempted to let everyone else bear the costs of precaution while they reap the benefits. The space powers can use all sorts of levers to bring such recalcitrants round, from access to technology to moral pressure. Ultimately, though, if free riders refuse, it is important that the resulting stink does not block an agreement altogether. Do not let the mess on the ground exacerbate the mess in the skies above.

En The Economist, 19 de febrero de 2009.

martes, 10 de marzo de 2009

Reflexiones sobre la teoría de la transición demográfica, por Cintia Fuentes Sánchez

La teoría de la transición demográfica describe el proceso de transformación de una sociedad preindustrial (caracterizada por tasas de natalidad y mortalidad altas) a una sociedad industrial (tasas de natalidad y mortalidad bajas), y analiza los cambios en la natalidad y mortalidad humanas, relacionándolos con el desarrollo económico.
     La transición demográfica es un proceso complejo y de larga duración, que se desarrolla entre dos puntos que están en equilibrio: un punto inicial (sociedad preindustrial) y otro final (sociedad industrial). El modelo típico de transición demográfica consta de tres etapas: en la primera disminuye la mortalidad; en la segunda desciende de la natalidad, produciéndose en este momento el mayor crecimiento vegetativo; y finalmente, en la tercera las tasas de natalidad y mortalidad se encuentran en sus niveles más bajos, dando lugar al fin del proceso. Algunos demógrafos, sin embargo, dividen la transición en cinco etapas.
     En los países avanzados del siglo XIX, la transición demográfica comenzó a mediados de siglo y finalizó en la década de los años 60 en el siglo XX. El principal factor que la hizo posible fue el gran desarrollo económico debido a la Revolución Industrial, que trajo consigo, entre otras cosas, una revolución en la agricultura (una mayor producción de alimentos redujo la mortalidad y las crisis de subsistencia fueron más escasas y menos intensas); un desarrollo científico (nacido al amparo del desarrollo industrial) que promovió hábitos higiénicos, aparición de las vacunas, mejores condiciones sanitarias en casas y ciudades; el inicio de la intervención humana para controlar la procreación y un cambio en la mentalidad. Como consecuencia de todo este desarrollo económico, se produjo un descenso de la natalidad. Además, la población sobrante de Europa tuvo la oportunidad de poder emigrar a las colonias que muchos países europeos poseían. En la actualidad, los países desarrollados se enfrentan a un grave problema: el fin de la transición demográfica conlleva el envejecimiento de la población, que consiste en que las generaciones más abundantes no están formadas por personas jóvenes, sino por personas mayores.
     Ningún país en vías de desarrollo ha terminado la transición demográfica, por lo cual el tiempo de duración es incierto. Existen grandes diferencias con el proceso que tuvo lugar en los países avanzados en el siglo XIX. La principal de ellas es que la transición demográfica no está siendo acompañada por un desarrollo económico. Este hecho está dando lugar a graves problemas de paro, pobreza, hambre, sanidad y educación deficientes... La mayoría de estos países se encuentran entre la primera y segunda etapa de la transición demográfica: la mortalidad está disminuyendo debido a que están llegando algunos avances de la medicina occidental, pero más difícil está resultando el descenso de la natalidad, pues los programas de control de natalidad encuentran oposición por razones políticas, religiosas o culturales, y la población sigue creciendo, en algunos casos de manera alarmante.
Imagen: 

Transiciones muy diferentes, por Luis Calderón Seibane

Existen diferencias notables entre la transición demográfica que se produjo en los países europeos y la que se está produciendo en los países en desarrollo y que comenzó a mediados del siglo pasado. Primero analizaremos ambas transiciones y terminaremos por destacar las principales diferencias existentes.
     En lo que se refiere a la transición demográfica “clásica”, el desarrollo industrial mejoró significativamente el nivel de vida lo cual trajo consigo como es lógico una disminución de la mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. En este primer momento de la transición las tasas de natalidad siguen permaneciendo altas y posibilitan el “boom” demográfico característico de esta primera etapa de la transición. Este gran incremento de la población y del nivel de vida se pudo producir y, sobre todo, mantener en el tiempo hasta nuestros días -escapando así de la “trampa maltusiana”- debido a los grandes avances producidos por la Revolución Industrial. Esta primera fase se produjo desde principios del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, momento en el cual tuvo lugar una bajada de la tasa de natalidad. En este momento entramos en una segunda etapa de la transición, en la que se empieza a desacelerar el crecimiento de la población. Finalmente en el siglo XX finaliza la transición demográfica de los países hoy avanzados, con la equiparación de las tasas de natalidad y mortalidad (ambas en niveles muy bajos). Esta estabilidad del crecimiento demográfico no es totalmente uniforme, pero en general podemos afirmar que a mediados del siglo XX finaliza la gran transición europea.
     En cuanto a la transición demográfica de los países subdesarrollados, hay que destacar que es un fenómeno inacabado. En general este movimiento se inicia a mediados del siglo XX, momento en el cual las grandes tasas de mortalidad características de estas zonas se reducen considerablemente, lo que hace crecer la población. Esta reducción fue posible por la importación de los avances occidentales en salud e higiene. La explosión demográfica parece frenarse a finales del siglo XX, especialmente en los países latinoamericanos y asiáticos, no así los africanos que siguen manifestando un crecimiento intenso. 
     Para finalizar concretaremos las grandes diferencias entre ambos movimientos. Quizás la diferencia principal sea que la transición europea llevó consigo un gran desarrollo económico e hizo que se convirtiera la zona europea en el epicentro de la economía mundial, mientras que la transición de los países en desarrollo no parece que haya mejorado mucho el nivel de vida ni la riqueza de estos países. Por otro lado, también debemos destacar que mientras la transición europea parece que ya ha finalizado, la de los países subdesarrollados es un fenómeno inacabado. También hay que destacar que la transición europea se desarrolló de forma uniforme en territorios cercanos mientras que la de los países en desarrollo es mucho más dispersa y con grandes diferencias en el desarrollo. Es de destacar, igualmente, que la primera transición supuso un cambio en el rumbo de la historia, una ruptura con la trampa maltusiana, mientras que la segunda transición parece una réplica tardía de la primera. Por último destacaremos algo tan obvio como que al producirse en momentos diferentes, la mentalidad, cultura y demografía son muy diferentes en ambos periodos, lo cual influyó sin duda en ambas transiciones.
Imagen: 

miércoles, 18 de febrero de 2009

El origen de la Revolución Industrial


Publicado en El País, el 12 de septiembre de 2007:

Durante miles de años, la mayoría de los habitantes de la tierra vivió en la miseria, primero como cazadores y recolectores y luego como campesinos o jornaleros. Pero con la Revolución Industrial, al principio del siglo XIX, algunas sociedades cambiaron esta pobreza ancestral por una afluencia increíble.

Historiadores y economistas han intentado comprender durante mucho tiempo cómo se produjo esta transición y por qué sólo se dio en determinados países. Un erudito que ha pasado los últimos 20 años estudiando archivos medievales ingleses ha propuesto respuestas asombrosas.

Gregory Clark, historiador de la economía en la Universidad de California en Davis, cree que la Revolución Industrial -el aumento del crecimiento económico que se produjo por primera vez en Inglaterra en torno a 1800- tuvo lugar debido a un cambio en la naturaleza de la población humana. En esa transformación, la gente desarrolló gradualmente las nuevas y extrañas conductas necesarias para hacer que funcione una economía moderna. Clark sostiene que los valores de clase media, como la no violencia, la alfabetización, unas jornadas laborales prolongadas y la voluntad de ahorro, no afloraron hasta recientemente.

Debido a que estos valores se volvieron más habituales en los siglos anteriores al XIX, ya fuera por transmisión cultural o por adaptación evolutiva, la población inglesa por fin fue lo bastante productiva como para escapar de la pobreza y pronto la siguieron otros países con un pasado agrícola igualmente dilatado.

Las ideas de Clark han circulado en artículos y manuscritos durante varios años, y ahora se plasman en el libro A Farewell to Alms (Princeton University Press)

[que se podría traducir por Adiós a las limosnas]. Los historiadores de la economía han elogiado su tesis, aunque muchos discrepan en algunos aspectos. "Éste es un libro fantástico que merece atención", señala Philip Hoffman, historiador del California Institute of Technology. Lo describe como "maravillosamente provocador" y un "auténtico desafío" para la escuela de pensamiento predominante, según la cual, son las instituciones las que moldean la historia de la economía.

Samuel Bowles, que estudia la evolución cultural en el Santa Fe Institute, dice que el trabajo de Clark es "una excelente sociología histórica y, a diferencia de la sociología del pasado, se inspira en la teoría económica moderna".

La base del trabajo de Clark es recabar datos a partir de los cuales puede reconstruir numerosas características de la economía inglesa del siglo XIII al XIX. Con estos datos, Clark demuestra, con mucha más claridad de lo que ha sido posible hasta la fecha, que la economía se encontraba encerrada en una trampa maltusiana: cada vez que una nueva tecnología incrementaba un poco la eficiencia de la producción, la población crecía, esas bocas adicionales consumían los excedentes y los ingresos medios caían a su nivel anterior.

Estos ingresos eran lamentablemente bajos en lo que respecta a la cantidad de trigo que podían costear. En 1790, el consumo medio por persona en Inglaterra todavía era de 2.322 kilocalorías diarias, y los pobres ingerían sólo 1.508. Las sociedades cazadoras-recolectoras vivientes llevan dietas de 2.300 kilocalorías o más. "El hombre primitivo comía bien en comparación con una de las sociedades más ricas del mundo en el siglo XIX", observa Clark.

La tendencia de la población a crecer con más rapidez que el suministro alimentario, lo cual mantiene a la mayoría al borde de la inanición, fue descrita por Thomas Malthus en su libro Ensayo sobre el principio de la población, de 1798. Esta trampa maltusiana, según demuestran los datos de Clark, gobernó la economía inglesa desde el siglo XIII hasta la Revolución Industrial y, a su parecer, probablemente haya constreñido a la humanidad durante toda su existencia. La única tregua llegó con desastres como la peste negra, cuando la población cayó en picado y durante varias generaciones los supervivientes tuvieron más para comer.

El libro de Malthus es célebre porque dio a Darwin la idea de la selección natural. Tras leer acerca de la lucha por la existencia que pronosticaba Malthus, Darwin escribió en su autobiografía: "Me di cuenta de que, en estas circunstancias, las variaciones favorables tenderían a preservarse y las adversas a ser destruidas... Aquí tenía por fin una teoría con la que trabajar".

Dado que la economía inglesa funcionaba según las limitaciones maltusianas, ¿no habría respondido de algún modo a las fuerzas de la selección natural que Darwin había vaticinado que aflorarían en esas condiciones? Clark empezó a preguntarse si la selección natural realmente había transformado la naturaleza de la población en algún sentido y, de ser así, si esto podía constituir la explicación faltante para la Revolución Industrial.

La Revolución Industrial, la primera huida de la trampa maltusiana, se produjo cuando la eficiencia de producción aceleró por fin, y creció lo suficientemente rápido como para superar al desarrollo de la población y permitir que aumentaran los ingresos medios. Se han ofrecido numerosas explicaciones para este brote de eficiencia, algunas económicas y otras políticas, pero ninguna es del todo satisfactoria, según los historiadores.

La primera idea de Clark era que la población tal vez había desarrollado una mayor resistencia a las enfermedades. La idea provenía del libro de Jared Diamond Armas, gérmenes y acero, en el que afirma que los europeos pudieron conquistar otras naciones en parte debido a su mayor inmunidad a las enfermedades. En apoyo a la idea de la resistencia, ciudades como Londres eran tan mugrientas y estaban tan azotadas por enfermedades que moría un tercio de la población de cada generación, y las pérdidas eran compensadas por inmigrantes del campo. Eso indicó a Clark que la población superviviente de Inglaterra podía ser descendiente de campesinos.

Reparó en que una manera de probar la idea era mediante el análisis de testamentos antiguos, que tal vez revelarían una conexión entre la salud y el número de la progenie. Así ocurrió, pero en la dirección opuesta a la que esperaba.

Generación tras generación, los ricos tenían más hijos supervivientes que los pobres, según demostró su estudio. Eso significaba que debió de producirse una movilidad social descendente de forma continua mientras los pobres no lograban reproducirse y la progenie de los ricos asumía sus ocupaciones. "Buena parte de la población moderna de Inglaterra desciende de las clases altas de la Edad Media", concluye.

Debido a que la progenie de los ricos dominaba todos los niveles de la sociedad, considera Clark, las conductas que contribuían a la riqueza tal vez se propagaron con ellos. Clark ha documentado que varios aspectos de lo que ahora podría denominarse los valores de la clase media, cambiaron significativamente desde los tiempos de las sociedades cazadoras-recolectoras hasta el siglo XIX. Aumentaron las jornadas laborales, crecieron la alfabetización y las nociones elementales de cálculo, y el nivel de violencia interpersonal disminuyó.

Otro cambio importante en la conducta, aduce Clark, fue un incremento de la preferencia de la gente por el ahorro en lugar del consumo instantáneo, que él ve reflejado en el declive permanente de los tipos de interés del siglo XIII al XIX.

"El ahorro, la prudencia, la negociación y el trabajo duro estaban convirtiéndose en valores para unas comunidades que antes habían sido derrochadoras, impulsivas, violentas y amantes del ocio", escribe Clark.

Resulta desconcertante que la Revolución Industrial no se produjera primero en las poblaciones mucho más numerosas de China o Japón. Clark ha hallado datos que demuestran que sus clases más ricas, los samuráis en Japón y la dinastía Qing en China, eran sorprendentemente estériles y, por tanto, no habrían generado la movilidad social descendente que propagó los valores en Inglaterra.

Tras la Revolución Industrial, el desfase en el nivel de vida entre los países más ricos y más pobres empezó a acelerarse y pasó de una disparidad de 4 a 1 en el siglo XVIII a más de 50 a 1 en la actualidad. Al igual que no existe una explicación consensuada sobre la Revolución Industrial, los economistas no pueden dilucidar la divergencia entre países ricos y pobres; de lo contrario, tendrían mejores remedios que ofrecer.

Muchos analistas apuntan a un fracaso de las instituciones políticas y sociales como el motivo por el que los países pobres siguen siendo pobres. Pero la medicina propuesta de la reforma institucional "no ha conseguido curar al paciente", escribe Clark. Compara "centros de culto" como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional con los médicos precientíficos que recetaban sangrías para afecciones que no comprendían.

Los historiadores solían aceptar las transformaciones en la conducta de la gente como explicación para acontecimientos económicos, como la teoría de Max Weber que relacionaba el auge del capitalismo con el protestantismo, pero muchos se adhieren ahora a la idea de los economistas de que todo el mundo se parece y responderá igual a los mismos incentivos. De ahí que pretendan explicar sucesos como la Revolución Industrial en relación con cambios en las instituciones y no en la gente. Para Clark, las instituciones y los incentivos han sido prácticamente los mismos en todo momento y no explican gran cosa.

Gran parte de los historiadores ha dado por sentado que el cambio evolutivo es demasiado gradual como para haber afectado a las poblaciones humanas en el periodo histórico. Sin embargo, los genetistas, que ahora cuentan con información del genoma humano, han empezado a detectar ejemplos cada vez más recientes de transformación evolutiva en el ser humano, como la propagación de la tolerancia a la lactosa en los pueblos ganaderos del norte de Europa hace sólo 5.000 años. Un estudio publicado en la última edición de The American Journal of Human Genetics ha hallado pruebas de selección natural activa en la población de Puerto Rico desde 1513.

Bowles, el economista de Santa Fe, no es "contrario a la idea" de que la transmisión genética de los valores capitalistas es importante, pero cree que todavía no se dispone de pruebas de ello. "Simplemente, no tenemos ni idea de qué es, y todo lo que estudiamos acaba siendo tremendamente pequeño", asegura. Las pruebas sobre la mayoría de las conductas sociales demuestran que son escasamente hereditarias.

Ilustración: Jacob Jordaens, The feast of the Bean King (1655)

El gráfico en español


Gráfico de The New York Times / El País. Encontrado por Cintia Fuentes.

lunes, 9 de febrero de 2009

"La Gran Evasión", por Julio Aramberri


Fragmento del artículo de Julio Aramberri sobre el libro de Gregory Clark (2007), A farewell to alms. A brief economic history of the world (Princeton: Princeton University Press). En http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=13
Gregory Clark es profesor de Economía en el sistema universitario californiano, concretamente en la Universidad de Davis. Su carrera académica ha estado ligada a la historia económica, en especial la de Gran Bretaña e India. Hasta el momento, sus escritos habían sido monografías en publicaciones académicas de solera como Journal of Economic History, Economic History Review o Journal of Political Economy, y sólo recientemente se ha decidido a formular una visión general de la historia económica mundial en el libro que aquí se comenta. El libro de Clark ha sido saludado con entusiasmo por algunos de sus colegas economistas. Hay quien lo considera como uno de los más estimulantes resúmenes de la historia económica mundial o como la salva inicial de un debate que no se cerrará en años.
Muchas cosas, como se verá, podrán achacársele a Clark, menos falta de ambición. El libro comienza a tambor batiente, con una introducción que resume en dieciséis páginas, dieciséis, la historia económica del mundo en dos grandes etapas y una coda. La conclusión que Clark saca de la primera etapa es un navajazo a la idea, tan extendida, de que a lo largo de los siglos la humanidad ha visto mejorar sus condiciones de vida. Hacia 1800 el ciudadano medio del planeta no había superado a sus ancestros remotos. Si acaso, lo contrario. Los cazadores-recolectores tenían una esperanza de vida similar a la de sus paisanos de 1800; eran más altos gracias a una dieta variada; trabajaban mucho menos; sus comunidades eran más igualitarias. En realidad, desde la prehistoria, las cosas no habían hecho sino empeorar. «A los pobres de 1800 [...] mejor les hubiera ido de haberse podido mudar a una banda de cazadores-recolectores» (p. 2). La Revolución Industrial abrió un segundo recorrido al alterar sustancialmente ese equilibrio. Las economías ricas cuentan hoy con rentas entre diez y veinte veces superiores a la media de 1800. La coda, sin embargo, es menos optimista. La prosperidad no se ha asomado en igual medida por todas las esquinas del planeta y, lejos de haber generado riqueza para todos, la diferencia de renta entre sociedades ricas y el resto varía hoy de 50 a 1. De la nada hemos pasado a las más altas cumbres de una Gran Divergencia. Así de sencilla es la historia económica de la humanidad.
Los historiadores económicos, sostiene Clark, tienen que explicar tres problemas corniveletos. ¿Por qué se ha visto la humanidad atrapada en una trampa maltusiana durante los cien mil años anteriores a la Revolución Industrial? ¿Por qué los primeros en escapar de ella hubieron de ser los habitantes de una pequeña isla como Gran Bretaña? ¿Cuál es el futuro de la Gran Divergencia? Clark proclama tener respuestas para casi todo, aunque confiese que éstas adolecen de la ley de rendimientos decrecientes. Reducir la era maltusiana a una serie de mecanismos básicos le parece fácil; explicar el éxito de la Revolución Industrial no tanto; el final de la coda está aún por escribir.
En cualquier caso, el libro tiene fines adicionales, tal que dar un repaso a la sabiduría convencional de los historiadores económicos, la mayoría aún anclados en el mito decimonónico de que la historia ha llevado gradualmente a los humanos hacia mayor crecimiento, mayores rentas y más felicidad. La realidad ha sido diferente. Ni el bienestar ha crecido hasta muy recientemente, ni la riqueza de las sociedades modernas ha acarreado un aumento general de la felicidad. El crecimiento y la felicidad, esos dos gigantes de los economistas, andan mayormente a la greña, tal que Fafner y Fasolt luego de haber levantado el Valhalla. Clark adicionalmente reconoce una deuda con Jared Diamond. Como para su mentor, para él la historia económica es un haz de casualidades que no permite a los sujetos intervenir decisivamente en la pieza que protagonizan. Sin duda, la Revolución Industrial ha significado un importante cambio en la derrota tomada por las sociedades modernas, pero no por una mayor clarividencia o superioridad intelectual de los europeos y americanos que la impulsaron, pues podría haber ocurrido de otra manera. «Los historiadores económicos [...] dedican sus días a defender una idea de progreso que todos los estudios empíricos serios desmienten» (p. 147). ¿Será verdad?

La trampa malthusiana
Durante casi toda su existencia, la humanidad ha sido víctima de una trampa maltusiana por la que los avances tecnológicos que permitían mayor bienestar venían seguidos de un aumento de población que terminaba por agotarlos y revertir al equilibrio de precariedad inicial. No cuesta entender la cuestión si se presumen tres condiciones: 1) que cada sociedad tiene una tasa de natalidad determinada por las costumbres que regulan su fertilidad y que crece a medida que aumenta su nivel de vida; 2) que la tasa de mortalidad decae a medida que eso se produce, con lo que crece la densidad de las poblaciones respectivas; 3) que la mayor densidad demográfica acaba por generar un declive del nivel de vida. El nivel de vida, pues, es un equilibrio inestable entre natalidad y mortalidad y la demografía estipula la cantidad de bienes y servicios que cada sociedad puede consumir, es decir, su renta de subsistencia.
Este concepto clave de renta de subsistencia –dice Clark– no debe entenderse como el límite de la inanición: unas mil quinientas calorías diarias. Todas las sociedades maltusianas lo han excedido considerablemente y las diferencias de fertilidad entre sociedades han generado normas de subsistencia variables a lo largo del tiempo. En cualquier caso, si una población crece por cualquier razón, al final su renta disminuye, lo que trae consigo una caída por debajo del nivel de subsistencia, un aumento de la mortalidad y un nuevo equilibrio sobre el punto de partida. Las habas están contadas.
El ciclo se basa en la ley de rendimientos decrecientes formulada por Ricardo. Si uno de los factores productivos (tierra, trabajo y capital) se mantiene fijo, un aumento en el empleo de los otros disminuirá su rendimiento marginal. La relación, sin embargo, no es fija para todas las sociedades. Dependiendo del área cultivada y de su tecnología, cada una tiene su agenda tecnológica que conecta cada nivel de población con un determinado nivel de renta real. Las sociedades anteriores a 1800 conocieron muy diversos niveles tecnológicos, pero su ritmo de innovación era muy bajo en comparación con lo que sucedería después. Con ese compás lento, aunque una innovación tecnológica pudiese desencadenar un aumento de renta, el crecimiento de la población acababa inexorablemente por devolverla a la casilla inicial. «En la sociedad preindustrial, los avances tecnológicos esporádicos sólo producían gente, no riqueza» (p. 32).
Para Clark, los economistas clásicos erraban el tiro al pensar que reformas institucionales variarían el resultado. Smith y sus seguidores podían creer que la acumulación se desencadena con reducciones de impuestos, seguridad jurídica y una justicia eficiente, pero la realidad muestra que eso son fórmulas vacías. En la etapa maltusiana, que un gobernante aumentara los impuestos para financiar grandes monumentos o un harén no afectaba al bienestar medio. Inicialmente un impuesto de, digamos, el 10 por ciento reducía la renta personal en esa misma medida acarreando una subida de la tasa de mortalidad. Con el tiempo, sin embargo, la caída demográfica se reequilibraba en torno a la renta de subsistencia y no con peores resultados para el conjunto. La desigualdad podía no hacer más acomodado al ciudadano individual, pero la renta media no disminuía porque crecían las de los más ricos.
Escapar de la trampa maltusiana no fue sencillo y llevó más de diez mil años. Las sociedades agrarias sólo podían mejorar su nivel de vida mediante una reducción de la fertilidad o un aumento de la mortalidad. En Europa lo primero se alcanzaba mediante matrimonios a edad tardía para las mujeres (24-26 años), soltería femenina (entre el 10 y el 25 por ciento de las mujeres no se casaban) y un bajo grado de fertilidad ilegítima. En otras palabras, como los anticonceptivos del tiempo no eran fiables ni su uso generalizado, la baja fertilidad se basaba en la represión de la sexualidad, especialmente la femenina. En Asia Oriental, el mecanismo era distinto. Las mujeres se casaban antes y en mayor proporción, pero la fertilidad matrimonial era igualmente baja, según Clark, por causas no bien conocidas. Adicionalmente, el infanticidio femenino era práctica extendida en China, con lo que la quinta parte de los hombres no encontraba cónyuge. En Polinesia, el infanticidio rampante liquidaba entre dos tercios y tres cuartos de los nacidos. Así, la tasa de natalidad oscilaba en torno a 35 por mil y la esperanza de vida no llegaba a los treinta años. Entre 1580 y 1800, el 18 por ciento de los niños ingleses morían en su primer año de vida, aunque eso no fuera uniforme en todos los niveles de renta. Las ciudades contribuían también a la mortalidad. De no haber habido una migración constante del campo a la ciudad, según Clark, las ciudades europeas hubieran desaparecido del mapa. Estaban superpobladas y la higiene no era uno de sus florones, como lo muestra la rápida difusión de la peste negra y otras plagas. La alta mortalidad, tanto infantil como urbana, era el dique social en defensa del nivel de vida.
Pero ya sabemos que la trampa maltusiana tenía otras vertientes. Al forzar aumentos de la mortalidad, agrandaba la renta real de los supervivientes. La urbanización insalubre y las altas tasas de mortalidad explican, pues, el bienestar relativo de los Países Bajos e Inglaterra en los albores de la Revolución Industrial. En Asia Oriental las cosas pintaban de otra forma. Allí las basuras, vendidas como fertilizante, generaban renta; japoneses y chinos estimaban más su higiene personal; sus casas se mantenían más limpias; y todo ello generaba crecimiento menor que en Europa Occidental. La peste blanca (cólera, tifus, viruela y parásitos intestinales) que los colonizadores llevaron a las Américas debería, según esta lógica, haber mejorado la suerte de los nativos de aquellos lugares, pero la expropiación de sus tierras y otros recursos naturales lo impidió.
Siguiendo con la navaja de Occam, Clark deja sin explicación un par de misterios dolorosos. Dentro de su hipótesis no acaba de entenderse, ante todo, por qué se empeñaban los campesinos europeos en tirar el arado y abandonar la gleba, pues debía resultarles obvio que el aire de la ciudad, lejos de hacerles libres, les enfermaba y que su vida iba a ser breve y miserable. El segundo misterio es una extensión de éste. La revolución neolítica se generalizó, dice Clark, por haber generado una tecnología inicialmente superior –la agricultura–, pero su difusión llevó a los humanos a un equilibrio menos favorable que el de los cazadores-recolectores. A estas alturas ya conocemos el busilis. Almacenar provisiones para tiempos de vacas flacas tuvo por resultado una reducción de la tasa de mortalidad y, con ella, del nivel de vida. Luego, el aumento de las enfermedades causado por la densidad de población revertía al estado anterior. La larga era neolítica se tornó así en una revolución desperdiciada. Si resultó industriosa, como diría Jan de Vries al subrayar el alargamiento de la jornada laboral de los campesinos, no por ello trajo consigo mejores condiciones de vida. ¿Por qué, pues, cabe preguntar, se empecinaron los humanos durante más de diez mil años en ganarse la vida así? ¿Acaso nadie cayó en la cuenta de que las cosas iban a peor? ¿Por qué tantos prefirieron vivir en los imperios de China o Roma y no cruzar el limes para buscar una vida mejor entre los bárbaros? ¿Por qué a las primeras de cambio éstos se aficionaban a las delicias de Capua y no cataban volver a la horda original ni a tres tirones? Estos misterios, que hacen a su modelo menos plausible, los pasa Clark por alto.
Para salir de la trampa maltusiana, los humanos hubieron de trepar por alguna escala. Su primer tramo lo marcó el éxito reproductivo de los ingleses ricos. Según Clark, los más pobres no conseguían reproducirse con éxito porque su nivel de renta impedía que su fertilidad superase su mortalidad. Los ricos, en cambio, tenían hijos en mayor número y con mejores expectativas de supervivencia. Siguiendo series de testamentos en algunos lugares de la Inglaterra de los siglos xvi al xvii, Clark concluye que la riqueza –no la posición social o la educación formal– explica allí el éxito reproductivo. El segundo peldaño brota de una diferencia fundamental entre los ingleses del xviii y los grupos de cazadores-recolectores. Mientras los primeros habían conseguido reducir las muertes por accidente u homicidio, éstas tenían una incidencia desproporcionada en la Edad de Piedra. Si conseguimos explicar cómo, cuándo y por qué se produjo esa transición a sociedades más pacíficas habremos alcanzado el tercer escalón. Volvamos, pues, a la Inglaterra pre-Cromwell. Quienes allí se reproducían con mayor éxito eran los ricos. Pero, en buena lógica maltusiana, no todos sus hijos podían mantenerse en el nivel social de los padres. Así que los artesanos de una generación procreaban los peones de la siguiente; los banqueros eran sucedidos por comerciantes; y los terratenientes por pequeños granjeros. La movilidad social apuntó inexorablemente hacia el sur.
La tecnología no dejó de tener su influencia, pero en menor grado. En la era preindustrial hubo numerosos avances tecnológicos, pero eso no fue decisivo para el paso a la modernidad, porque marchaban a paso de carreta. Según los cálculos de Clark, en 1750, el conjunto de todas las economías tan sólo producía un 24 por ciento más por hectárea que al comienzo de la era común. Con los mismos toscos indicadores basados en la densidad de población, también podemos ver cuáles eran las regiones de mayor desarrollo tecnológico: Europa Central, el Oriente Medio, India y el Asia oriental. Sin embargo, el salto no se dio sino en la primera. ¿Por qué?
El prerrequisito para llegar a la solución, según Clark, es quitarse la venda institucionalista. Los cambios fundamentales en la era maltusiana hay que buscarlos en otras causas: una bajada secular de los tipos de interés, extensión de la alfabetización y del conocimiento de las cuatro reglas, aumento de las horas de trabajo y declive de la violencia interpersonal. «El ahorro, la prudencia, la negociación y el trabajo duro fueron imponiéndose poco a poco como valores centrales en las comunidades que hasta entonces habían sido gastosas, impulsivas, violentas y amantes del ocio» (p. 166). En definitiva, triunfaron los valores de la clase media, y quien haya seguido lo anterior no tendrá dificultad en explicar por qué. El éxito reproductivo de los ricos, con ayuda de una movilidad descendente, los extendió al conjunto de la sociedad. Las sociedades agrarias no hicieron más inteligentes a sus miembros, pero recompensaron con el éxito económico y, por ende, reproductivo a quienes se adornaban con la habilidad de llevar a cabo tareas simples y repetitivas hora tras hora, día tras día.
Hablar de Revolución Industrial –observa Clark– no parece la mejor denominación para la nueva etapa económica, caracterizada más bien por un fuerte aumento de la productividad tanto en las manufacturas como en la agricultura, pero es la expresión más aceptada. Sea como fuere, lo que importa es saber cuáles fueron sus mecanismos básicos. El más llamativo fue la práctica desaparición de la tierra como factor de producción. Entre 1750 y 2000, las rentas agrarias y urbanas redujeron su papel en la economía británica de una cuarta a menos de una vigésima parte. El gran crecimiento de los últimos dosciento cincuenta años tuvo, pues, que brotar de otras dos fuentes: mayor capital por trabajador y mayor eficiencia del proceso productivo. Según los cálculos de Clark, el primer factor explica tan solo una cuarta parte del crecimiento, dejando los tres cuartos restantes al segundo. Es decir, la parte del león en el aumento de la productividad se la llevó básicamente la innovación.
Todo el proceso podría haber acabado con una nueva recaída en la trampa maltusiana de no haber coincidido con un inesperado crecimiento de la población inglesa entre 1750 y 1800, que se produjo independientemente de aquélla. Ese crecimiento demográfico se había hecho notar antes de que aumentara la productividad y sus causas no fueron mayormente económicas. A principios del siglo XVIII, las mujeres inglesas empezaron a casarse antes; la proporción de solteras cayó de una cuarta parte en el siglo anterior a la décima; los nacimientos ilegítimos crecieron. Entre 1650 y 1800 la fertilidad aumentó un 40 por ciento. Como la agricultura doméstica no podía hacer frente a la creciente demanda de alimentos y de materias primas, al país no le quedó otra salida que pagar sus importaciones con la exportación de productos manufacturados. Y, así, Inglaterra se convirtió en la gran fábrica del mundo.
¿Por qué no pasó lo mismo en Asia? Sin citar fuentes, Clark apunta que bajo la dinastía Qing (1644-1911) y el shogunato Tokugawa (1603-1868) tanto China como Japón habían hecho notables progresos educativos y que su tecnología no había permanecido estancada. Ambas sociedades se encaminaban hacia una eventual Revolución Industrial local, pero su velocidad de crucero era inferior a la de Inglaterra. Nuevamente, ¿por qué? A pesar de reconocer la insuficiencia de datos sobre la demografía de China, Japón o India, Clark no se resigna a ofrecer menos de dos explicaciones. La primera está en la extensión de la superficie de cultivo. Entre 1300 y 1750, la población de China se triplicó y la de Japón creció cinco veces, pero ambos países pudieron alimentar ese excedente demográfico con más producción agraria. A diferencia de Inglaterra, no necesitaron encontrar una salida hacia el exterior. Aún más importante es la segunda. En ambos países los ricos no conocieron el mismo éxito reproductivo que en Inglaterra. En Japón, los datos de adopciones entre familias samurai muestran que desde el siglo xviii su fertilidad bajó respecto de la de los ricos ingleses. En consecuencia, sus hijos legítimos o adoptados no excedían la tasa general de reproducción, la movilidad descendente no actuaba y los valores de la clase media no podían difundirse con igual velocidad. En China, datos sobre la fertilidad del linaje imperial de los Qing muestran una tendencia similar. En resumen, la demografía empujaba en otras partes hacia la Revolución Industrial, pero sólo en Inglaterra, cuya agricultura no daba abasto para satisfacer las demandas de una población creciente, permitió el asentamiento rápido de los valores de la clase media.
Con Weber y la teología puritana hemos topado. El motor de la acumulación se halla en el ahorro, la laboriosidad y el buen crédito. Aquí, amén de en un uso excesivamente alegre de algunos de los datos empíricos aportados, es donde uno empieza a juzgar que Clark es menos riguroso de cuanto aparenta. La teología puritana por sí sola hace a la gente más virtuosa, no más rica. Supongamos una sociedad cerrada y en equilibrio sobre un nivel de subsistencia, y supongamos que allí arriban unos presbíteros calvinistas que convencen a sus miembros de que deben ser más ahorrativos. Si el consumo disminuye al año siguiente un 10 por ciento, la sociedad no encontrará salida para su excedente de producción, y así sucesivamente. El ahorro y la laboriosidad sólo desencadenan un proceso de acumulación inicial si en la sociedad de referencia o en otras de su entorno hay gentes menos ahorrativas y virtuosas que gastan sus ingresos en comprar lo que los puritanos producen. Esta historia la contó con mucho salero el Mandeville de La fábula de las abejas, así que puede darse por sabida.
Si el ahorro y el trabajo por sí solos no explican la acumulación, Clark tiene que caer en otra trampa maltusiana, esta vez teórica, pues la única explicación para la acumulación habrá de proceder bien de la tecnología, bien de la mortalidad. Clark no se fía por completo de la primera porque huele a chamusquina institucionalista. Tecnología es aplicación del conocimiento a la producción de bienes y servicios con dos consecuencias: mayor utilización de capital y mejor organización del proceso productivo. No en balde la obra de Adam Smith arranca con el análisis de la división del trabajo en la base de la Revolución Industrial. North, por su parte, ha destacado que el aumento de la productividad causado por la tecnología se hace más estable en un entramado institucional donde la libertad de investigación va en paralelo con la nación-Estado y las garantías jurídicas para la propiedad. Justamente lo que, a lo largo de varios siglos y no sólo por casualidad, había sucedido en Europa occidental y no en otros lugares del planeta como China, Japón y el mundo islámico.
El arrebato anti-Smith de Clark lógicamente lo lleva a no mencionar más que de pasada otro mecanismo fundamental en el proceso de acumulación moderna: el comercio internacional. Sin él, empero, ni Dios hubiera librado a los puritanos de la ruina. En su modelo, sin embargo, el comercio internacional es el último expediente al que recurrieron los ingleses para poder mantener a una población que había crecido al albur de una fertilidad incontrolada. Como el comercio malamente puede desarrollarse sin libertad de movimientos para el capital y para el trabajo, y sin las instituciones que regulan los mercados, Clark prefiere olvidarse de él, para no tener que explicar que el desarrollo de la economía de mercado, aunque no fuera ajeno a China o al mundo islámico, alcanzó su cima inicial con las ferias medievales europeas, muy anteriores a la gran evasión.
La mortalidad es, en definitiva, el único acicate operativo en la mejora de las condiciones de vida. Cuanto peor para la generación actual, mejor para las venideras. La peste negra proporcionó a los jornaleros ingleses supervivientes las mejores condiciones de vida de su historia. Si Clark tiene razón, gentes como Stalin, Hitler o Mao, que tanto contribuyeron a diezmar sus poblaciones y las ajenas, han sido injustamente maltratadas. Tal vez la ola de bienestar económico de Europa Occidental a partir de 1945 se deba a la venturosa guerra mundial que los dos primeros contribuyeron decisivamente a desencadenar. Esta no es una reflexión moralista. Aunque Hitler no pudo practicar en toda su extensión sus ambiciosos proyectos económicos, sí sabemos lo que pasó con el comunismo ruso y el chino: a la postre, la mortalidad que indujeron no trajo sino estancamiento.