miércoles, 18 de febrero de 2009

El origen de la Revolución Industrial


Publicado en El País, el 12 de septiembre de 2007:

Durante miles de años, la mayoría de los habitantes de la tierra vivió en la miseria, primero como cazadores y recolectores y luego como campesinos o jornaleros. Pero con la Revolución Industrial, al principio del siglo XIX, algunas sociedades cambiaron esta pobreza ancestral por una afluencia increíble.

Historiadores y economistas han intentado comprender durante mucho tiempo cómo se produjo esta transición y por qué sólo se dio en determinados países. Un erudito que ha pasado los últimos 20 años estudiando archivos medievales ingleses ha propuesto respuestas asombrosas.

Gregory Clark, historiador de la economía en la Universidad de California en Davis, cree que la Revolución Industrial -el aumento del crecimiento económico que se produjo por primera vez en Inglaterra en torno a 1800- tuvo lugar debido a un cambio en la naturaleza de la población humana. En esa transformación, la gente desarrolló gradualmente las nuevas y extrañas conductas necesarias para hacer que funcione una economía moderna. Clark sostiene que los valores de clase media, como la no violencia, la alfabetización, unas jornadas laborales prolongadas y la voluntad de ahorro, no afloraron hasta recientemente.

Debido a que estos valores se volvieron más habituales en los siglos anteriores al XIX, ya fuera por transmisión cultural o por adaptación evolutiva, la población inglesa por fin fue lo bastante productiva como para escapar de la pobreza y pronto la siguieron otros países con un pasado agrícola igualmente dilatado.

Las ideas de Clark han circulado en artículos y manuscritos durante varios años, y ahora se plasman en el libro A Farewell to Alms (Princeton University Press)

[que se podría traducir por Adiós a las limosnas]. Los historiadores de la economía han elogiado su tesis, aunque muchos discrepan en algunos aspectos. "Éste es un libro fantástico que merece atención", señala Philip Hoffman, historiador del California Institute of Technology. Lo describe como "maravillosamente provocador" y un "auténtico desafío" para la escuela de pensamiento predominante, según la cual, son las instituciones las que moldean la historia de la economía.

Samuel Bowles, que estudia la evolución cultural en el Santa Fe Institute, dice que el trabajo de Clark es "una excelente sociología histórica y, a diferencia de la sociología del pasado, se inspira en la teoría económica moderna".

La base del trabajo de Clark es recabar datos a partir de los cuales puede reconstruir numerosas características de la economía inglesa del siglo XIII al XIX. Con estos datos, Clark demuestra, con mucha más claridad de lo que ha sido posible hasta la fecha, que la economía se encontraba encerrada en una trampa maltusiana: cada vez que una nueva tecnología incrementaba un poco la eficiencia de la producción, la población crecía, esas bocas adicionales consumían los excedentes y los ingresos medios caían a su nivel anterior.

Estos ingresos eran lamentablemente bajos en lo que respecta a la cantidad de trigo que podían costear. En 1790, el consumo medio por persona en Inglaterra todavía era de 2.322 kilocalorías diarias, y los pobres ingerían sólo 1.508. Las sociedades cazadoras-recolectoras vivientes llevan dietas de 2.300 kilocalorías o más. "El hombre primitivo comía bien en comparación con una de las sociedades más ricas del mundo en el siglo XIX", observa Clark.

La tendencia de la población a crecer con más rapidez que el suministro alimentario, lo cual mantiene a la mayoría al borde de la inanición, fue descrita por Thomas Malthus en su libro Ensayo sobre el principio de la población, de 1798. Esta trampa maltusiana, según demuestran los datos de Clark, gobernó la economía inglesa desde el siglo XIII hasta la Revolución Industrial y, a su parecer, probablemente haya constreñido a la humanidad durante toda su existencia. La única tregua llegó con desastres como la peste negra, cuando la población cayó en picado y durante varias generaciones los supervivientes tuvieron más para comer.

El libro de Malthus es célebre porque dio a Darwin la idea de la selección natural. Tras leer acerca de la lucha por la existencia que pronosticaba Malthus, Darwin escribió en su autobiografía: "Me di cuenta de que, en estas circunstancias, las variaciones favorables tenderían a preservarse y las adversas a ser destruidas... Aquí tenía por fin una teoría con la que trabajar".

Dado que la economía inglesa funcionaba según las limitaciones maltusianas, ¿no habría respondido de algún modo a las fuerzas de la selección natural que Darwin había vaticinado que aflorarían en esas condiciones? Clark empezó a preguntarse si la selección natural realmente había transformado la naturaleza de la población en algún sentido y, de ser así, si esto podía constituir la explicación faltante para la Revolución Industrial.

La Revolución Industrial, la primera huida de la trampa maltusiana, se produjo cuando la eficiencia de producción aceleró por fin, y creció lo suficientemente rápido como para superar al desarrollo de la población y permitir que aumentaran los ingresos medios. Se han ofrecido numerosas explicaciones para este brote de eficiencia, algunas económicas y otras políticas, pero ninguna es del todo satisfactoria, según los historiadores.

La primera idea de Clark era que la población tal vez había desarrollado una mayor resistencia a las enfermedades. La idea provenía del libro de Jared Diamond Armas, gérmenes y acero, en el que afirma que los europeos pudieron conquistar otras naciones en parte debido a su mayor inmunidad a las enfermedades. En apoyo a la idea de la resistencia, ciudades como Londres eran tan mugrientas y estaban tan azotadas por enfermedades que moría un tercio de la población de cada generación, y las pérdidas eran compensadas por inmigrantes del campo. Eso indicó a Clark que la población superviviente de Inglaterra podía ser descendiente de campesinos.

Reparó en que una manera de probar la idea era mediante el análisis de testamentos antiguos, que tal vez revelarían una conexión entre la salud y el número de la progenie. Así ocurrió, pero en la dirección opuesta a la que esperaba.

Generación tras generación, los ricos tenían más hijos supervivientes que los pobres, según demostró su estudio. Eso significaba que debió de producirse una movilidad social descendente de forma continua mientras los pobres no lograban reproducirse y la progenie de los ricos asumía sus ocupaciones. "Buena parte de la población moderna de Inglaterra desciende de las clases altas de la Edad Media", concluye.

Debido a que la progenie de los ricos dominaba todos los niveles de la sociedad, considera Clark, las conductas que contribuían a la riqueza tal vez se propagaron con ellos. Clark ha documentado que varios aspectos de lo que ahora podría denominarse los valores de la clase media, cambiaron significativamente desde los tiempos de las sociedades cazadoras-recolectoras hasta el siglo XIX. Aumentaron las jornadas laborales, crecieron la alfabetización y las nociones elementales de cálculo, y el nivel de violencia interpersonal disminuyó.

Otro cambio importante en la conducta, aduce Clark, fue un incremento de la preferencia de la gente por el ahorro en lugar del consumo instantáneo, que él ve reflejado en el declive permanente de los tipos de interés del siglo XIII al XIX.

"El ahorro, la prudencia, la negociación y el trabajo duro estaban convirtiéndose en valores para unas comunidades que antes habían sido derrochadoras, impulsivas, violentas y amantes del ocio", escribe Clark.

Resulta desconcertante que la Revolución Industrial no se produjera primero en las poblaciones mucho más numerosas de China o Japón. Clark ha hallado datos que demuestran que sus clases más ricas, los samuráis en Japón y la dinastía Qing en China, eran sorprendentemente estériles y, por tanto, no habrían generado la movilidad social descendente que propagó los valores en Inglaterra.

Tras la Revolución Industrial, el desfase en el nivel de vida entre los países más ricos y más pobres empezó a acelerarse y pasó de una disparidad de 4 a 1 en el siglo XVIII a más de 50 a 1 en la actualidad. Al igual que no existe una explicación consensuada sobre la Revolución Industrial, los economistas no pueden dilucidar la divergencia entre países ricos y pobres; de lo contrario, tendrían mejores remedios que ofrecer.

Muchos analistas apuntan a un fracaso de las instituciones políticas y sociales como el motivo por el que los países pobres siguen siendo pobres. Pero la medicina propuesta de la reforma institucional "no ha conseguido curar al paciente", escribe Clark. Compara "centros de culto" como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional con los médicos precientíficos que recetaban sangrías para afecciones que no comprendían.

Los historiadores solían aceptar las transformaciones en la conducta de la gente como explicación para acontecimientos económicos, como la teoría de Max Weber que relacionaba el auge del capitalismo con el protestantismo, pero muchos se adhieren ahora a la idea de los economistas de que todo el mundo se parece y responderá igual a los mismos incentivos. De ahí que pretendan explicar sucesos como la Revolución Industrial en relación con cambios en las instituciones y no en la gente. Para Clark, las instituciones y los incentivos han sido prácticamente los mismos en todo momento y no explican gran cosa.

Gran parte de los historiadores ha dado por sentado que el cambio evolutivo es demasiado gradual como para haber afectado a las poblaciones humanas en el periodo histórico. Sin embargo, los genetistas, que ahora cuentan con información del genoma humano, han empezado a detectar ejemplos cada vez más recientes de transformación evolutiva en el ser humano, como la propagación de la tolerancia a la lactosa en los pueblos ganaderos del norte de Europa hace sólo 5.000 años. Un estudio publicado en la última edición de The American Journal of Human Genetics ha hallado pruebas de selección natural activa en la población de Puerto Rico desde 1513.

Bowles, el economista de Santa Fe, no es "contrario a la idea" de que la transmisión genética de los valores capitalistas es importante, pero cree que todavía no se dispone de pruebas de ello. "Simplemente, no tenemos ni idea de qué es, y todo lo que estudiamos acaba siendo tremendamente pequeño", asegura. Las pruebas sobre la mayoría de las conductas sociales demuestran que son escasamente hereditarias.

Ilustración: Jacob Jordaens, The feast of the Bean King (1655)

El gráfico en español


Gráfico de The New York Times / El País. Encontrado por Cintia Fuentes.

lunes, 9 de febrero de 2009

"La Gran Evasión", por Julio Aramberri


Fragmento del artículo de Julio Aramberri sobre el libro de Gregory Clark (2007), A farewell to alms. A brief economic history of the world (Princeton: Princeton University Press). En http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=13
Gregory Clark es profesor de Economía en el sistema universitario californiano, concretamente en la Universidad de Davis. Su carrera académica ha estado ligada a la historia económica, en especial la de Gran Bretaña e India. Hasta el momento, sus escritos habían sido monografías en publicaciones académicas de solera como Journal of Economic History, Economic History Review o Journal of Political Economy, y sólo recientemente se ha decidido a formular una visión general de la historia económica mundial en el libro que aquí se comenta. El libro de Clark ha sido saludado con entusiasmo por algunos de sus colegas economistas. Hay quien lo considera como uno de los más estimulantes resúmenes de la historia económica mundial o como la salva inicial de un debate que no se cerrará en años.
Muchas cosas, como se verá, podrán achacársele a Clark, menos falta de ambición. El libro comienza a tambor batiente, con una introducción que resume en dieciséis páginas, dieciséis, la historia económica del mundo en dos grandes etapas y una coda. La conclusión que Clark saca de la primera etapa es un navajazo a la idea, tan extendida, de que a lo largo de los siglos la humanidad ha visto mejorar sus condiciones de vida. Hacia 1800 el ciudadano medio del planeta no había superado a sus ancestros remotos. Si acaso, lo contrario. Los cazadores-recolectores tenían una esperanza de vida similar a la de sus paisanos de 1800; eran más altos gracias a una dieta variada; trabajaban mucho menos; sus comunidades eran más igualitarias. En realidad, desde la prehistoria, las cosas no habían hecho sino empeorar. «A los pobres de 1800 [...] mejor les hubiera ido de haberse podido mudar a una banda de cazadores-recolectores» (p. 2). La Revolución Industrial abrió un segundo recorrido al alterar sustancialmente ese equilibrio. Las economías ricas cuentan hoy con rentas entre diez y veinte veces superiores a la media de 1800. La coda, sin embargo, es menos optimista. La prosperidad no se ha asomado en igual medida por todas las esquinas del planeta y, lejos de haber generado riqueza para todos, la diferencia de renta entre sociedades ricas y el resto varía hoy de 50 a 1. De la nada hemos pasado a las más altas cumbres de una Gran Divergencia. Así de sencilla es la historia económica de la humanidad.
Los historiadores económicos, sostiene Clark, tienen que explicar tres problemas corniveletos. ¿Por qué se ha visto la humanidad atrapada en una trampa maltusiana durante los cien mil años anteriores a la Revolución Industrial? ¿Por qué los primeros en escapar de ella hubieron de ser los habitantes de una pequeña isla como Gran Bretaña? ¿Cuál es el futuro de la Gran Divergencia? Clark proclama tener respuestas para casi todo, aunque confiese que éstas adolecen de la ley de rendimientos decrecientes. Reducir la era maltusiana a una serie de mecanismos básicos le parece fácil; explicar el éxito de la Revolución Industrial no tanto; el final de la coda está aún por escribir.
En cualquier caso, el libro tiene fines adicionales, tal que dar un repaso a la sabiduría convencional de los historiadores económicos, la mayoría aún anclados en el mito decimonónico de que la historia ha llevado gradualmente a los humanos hacia mayor crecimiento, mayores rentas y más felicidad. La realidad ha sido diferente. Ni el bienestar ha crecido hasta muy recientemente, ni la riqueza de las sociedades modernas ha acarreado un aumento general de la felicidad. El crecimiento y la felicidad, esos dos gigantes de los economistas, andan mayormente a la greña, tal que Fafner y Fasolt luego de haber levantado el Valhalla. Clark adicionalmente reconoce una deuda con Jared Diamond. Como para su mentor, para él la historia económica es un haz de casualidades que no permite a los sujetos intervenir decisivamente en la pieza que protagonizan. Sin duda, la Revolución Industrial ha significado un importante cambio en la derrota tomada por las sociedades modernas, pero no por una mayor clarividencia o superioridad intelectual de los europeos y americanos que la impulsaron, pues podría haber ocurrido de otra manera. «Los historiadores económicos [...] dedican sus días a defender una idea de progreso que todos los estudios empíricos serios desmienten» (p. 147). ¿Será verdad?

La trampa malthusiana
Durante casi toda su existencia, la humanidad ha sido víctima de una trampa maltusiana por la que los avances tecnológicos que permitían mayor bienestar venían seguidos de un aumento de población que terminaba por agotarlos y revertir al equilibrio de precariedad inicial. No cuesta entender la cuestión si se presumen tres condiciones: 1) que cada sociedad tiene una tasa de natalidad determinada por las costumbres que regulan su fertilidad y que crece a medida que aumenta su nivel de vida; 2) que la tasa de mortalidad decae a medida que eso se produce, con lo que crece la densidad de las poblaciones respectivas; 3) que la mayor densidad demográfica acaba por generar un declive del nivel de vida. El nivel de vida, pues, es un equilibrio inestable entre natalidad y mortalidad y la demografía estipula la cantidad de bienes y servicios que cada sociedad puede consumir, es decir, su renta de subsistencia.
Este concepto clave de renta de subsistencia –dice Clark– no debe entenderse como el límite de la inanición: unas mil quinientas calorías diarias. Todas las sociedades maltusianas lo han excedido considerablemente y las diferencias de fertilidad entre sociedades han generado normas de subsistencia variables a lo largo del tiempo. En cualquier caso, si una población crece por cualquier razón, al final su renta disminuye, lo que trae consigo una caída por debajo del nivel de subsistencia, un aumento de la mortalidad y un nuevo equilibrio sobre el punto de partida. Las habas están contadas.
El ciclo se basa en la ley de rendimientos decrecientes formulada por Ricardo. Si uno de los factores productivos (tierra, trabajo y capital) se mantiene fijo, un aumento en el empleo de los otros disminuirá su rendimiento marginal. La relación, sin embargo, no es fija para todas las sociedades. Dependiendo del área cultivada y de su tecnología, cada una tiene su agenda tecnológica que conecta cada nivel de población con un determinado nivel de renta real. Las sociedades anteriores a 1800 conocieron muy diversos niveles tecnológicos, pero su ritmo de innovación era muy bajo en comparación con lo que sucedería después. Con ese compás lento, aunque una innovación tecnológica pudiese desencadenar un aumento de renta, el crecimiento de la población acababa inexorablemente por devolverla a la casilla inicial. «En la sociedad preindustrial, los avances tecnológicos esporádicos sólo producían gente, no riqueza» (p. 32).
Para Clark, los economistas clásicos erraban el tiro al pensar que reformas institucionales variarían el resultado. Smith y sus seguidores podían creer que la acumulación se desencadena con reducciones de impuestos, seguridad jurídica y una justicia eficiente, pero la realidad muestra que eso son fórmulas vacías. En la etapa maltusiana, que un gobernante aumentara los impuestos para financiar grandes monumentos o un harén no afectaba al bienestar medio. Inicialmente un impuesto de, digamos, el 10 por ciento reducía la renta personal en esa misma medida acarreando una subida de la tasa de mortalidad. Con el tiempo, sin embargo, la caída demográfica se reequilibraba en torno a la renta de subsistencia y no con peores resultados para el conjunto. La desigualdad podía no hacer más acomodado al ciudadano individual, pero la renta media no disminuía porque crecían las de los más ricos.
Escapar de la trampa maltusiana no fue sencillo y llevó más de diez mil años. Las sociedades agrarias sólo podían mejorar su nivel de vida mediante una reducción de la fertilidad o un aumento de la mortalidad. En Europa lo primero se alcanzaba mediante matrimonios a edad tardía para las mujeres (24-26 años), soltería femenina (entre el 10 y el 25 por ciento de las mujeres no se casaban) y un bajo grado de fertilidad ilegítima. En otras palabras, como los anticonceptivos del tiempo no eran fiables ni su uso generalizado, la baja fertilidad se basaba en la represión de la sexualidad, especialmente la femenina. En Asia Oriental, el mecanismo era distinto. Las mujeres se casaban antes y en mayor proporción, pero la fertilidad matrimonial era igualmente baja, según Clark, por causas no bien conocidas. Adicionalmente, el infanticidio femenino era práctica extendida en China, con lo que la quinta parte de los hombres no encontraba cónyuge. En Polinesia, el infanticidio rampante liquidaba entre dos tercios y tres cuartos de los nacidos. Así, la tasa de natalidad oscilaba en torno a 35 por mil y la esperanza de vida no llegaba a los treinta años. Entre 1580 y 1800, el 18 por ciento de los niños ingleses morían en su primer año de vida, aunque eso no fuera uniforme en todos los niveles de renta. Las ciudades contribuían también a la mortalidad. De no haber habido una migración constante del campo a la ciudad, según Clark, las ciudades europeas hubieran desaparecido del mapa. Estaban superpobladas y la higiene no era uno de sus florones, como lo muestra la rápida difusión de la peste negra y otras plagas. La alta mortalidad, tanto infantil como urbana, era el dique social en defensa del nivel de vida.
Pero ya sabemos que la trampa maltusiana tenía otras vertientes. Al forzar aumentos de la mortalidad, agrandaba la renta real de los supervivientes. La urbanización insalubre y las altas tasas de mortalidad explican, pues, el bienestar relativo de los Países Bajos e Inglaterra en los albores de la Revolución Industrial. En Asia Oriental las cosas pintaban de otra forma. Allí las basuras, vendidas como fertilizante, generaban renta; japoneses y chinos estimaban más su higiene personal; sus casas se mantenían más limpias; y todo ello generaba crecimiento menor que en Europa Occidental. La peste blanca (cólera, tifus, viruela y parásitos intestinales) que los colonizadores llevaron a las Américas debería, según esta lógica, haber mejorado la suerte de los nativos de aquellos lugares, pero la expropiación de sus tierras y otros recursos naturales lo impidió.
Siguiendo con la navaja de Occam, Clark deja sin explicación un par de misterios dolorosos. Dentro de su hipótesis no acaba de entenderse, ante todo, por qué se empeñaban los campesinos europeos en tirar el arado y abandonar la gleba, pues debía resultarles obvio que el aire de la ciudad, lejos de hacerles libres, les enfermaba y que su vida iba a ser breve y miserable. El segundo misterio es una extensión de éste. La revolución neolítica se generalizó, dice Clark, por haber generado una tecnología inicialmente superior –la agricultura–, pero su difusión llevó a los humanos a un equilibrio menos favorable que el de los cazadores-recolectores. A estas alturas ya conocemos el busilis. Almacenar provisiones para tiempos de vacas flacas tuvo por resultado una reducción de la tasa de mortalidad y, con ella, del nivel de vida. Luego, el aumento de las enfermedades causado por la densidad de población revertía al estado anterior. La larga era neolítica se tornó así en una revolución desperdiciada. Si resultó industriosa, como diría Jan de Vries al subrayar el alargamiento de la jornada laboral de los campesinos, no por ello trajo consigo mejores condiciones de vida. ¿Por qué, pues, cabe preguntar, se empecinaron los humanos durante más de diez mil años en ganarse la vida así? ¿Acaso nadie cayó en la cuenta de que las cosas iban a peor? ¿Por qué tantos prefirieron vivir en los imperios de China o Roma y no cruzar el limes para buscar una vida mejor entre los bárbaros? ¿Por qué a las primeras de cambio éstos se aficionaban a las delicias de Capua y no cataban volver a la horda original ni a tres tirones? Estos misterios, que hacen a su modelo menos plausible, los pasa Clark por alto.
Para salir de la trampa maltusiana, los humanos hubieron de trepar por alguna escala. Su primer tramo lo marcó el éxito reproductivo de los ingleses ricos. Según Clark, los más pobres no conseguían reproducirse con éxito porque su nivel de renta impedía que su fertilidad superase su mortalidad. Los ricos, en cambio, tenían hijos en mayor número y con mejores expectativas de supervivencia. Siguiendo series de testamentos en algunos lugares de la Inglaterra de los siglos xvi al xvii, Clark concluye que la riqueza –no la posición social o la educación formal– explica allí el éxito reproductivo. El segundo peldaño brota de una diferencia fundamental entre los ingleses del xviii y los grupos de cazadores-recolectores. Mientras los primeros habían conseguido reducir las muertes por accidente u homicidio, éstas tenían una incidencia desproporcionada en la Edad de Piedra. Si conseguimos explicar cómo, cuándo y por qué se produjo esa transición a sociedades más pacíficas habremos alcanzado el tercer escalón. Volvamos, pues, a la Inglaterra pre-Cromwell. Quienes allí se reproducían con mayor éxito eran los ricos. Pero, en buena lógica maltusiana, no todos sus hijos podían mantenerse en el nivel social de los padres. Así que los artesanos de una generación procreaban los peones de la siguiente; los banqueros eran sucedidos por comerciantes; y los terratenientes por pequeños granjeros. La movilidad social apuntó inexorablemente hacia el sur.
La tecnología no dejó de tener su influencia, pero en menor grado. En la era preindustrial hubo numerosos avances tecnológicos, pero eso no fue decisivo para el paso a la modernidad, porque marchaban a paso de carreta. Según los cálculos de Clark, en 1750, el conjunto de todas las economías tan sólo producía un 24 por ciento más por hectárea que al comienzo de la era común. Con los mismos toscos indicadores basados en la densidad de población, también podemos ver cuáles eran las regiones de mayor desarrollo tecnológico: Europa Central, el Oriente Medio, India y el Asia oriental. Sin embargo, el salto no se dio sino en la primera. ¿Por qué?
El prerrequisito para llegar a la solución, según Clark, es quitarse la venda institucionalista. Los cambios fundamentales en la era maltusiana hay que buscarlos en otras causas: una bajada secular de los tipos de interés, extensión de la alfabetización y del conocimiento de las cuatro reglas, aumento de las horas de trabajo y declive de la violencia interpersonal. «El ahorro, la prudencia, la negociación y el trabajo duro fueron imponiéndose poco a poco como valores centrales en las comunidades que hasta entonces habían sido gastosas, impulsivas, violentas y amantes del ocio» (p. 166). En definitiva, triunfaron los valores de la clase media, y quien haya seguido lo anterior no tendrá dificultad en explicar por qué. El éxito reproductivo de los ricos, con ayuda de una movilidad descendente, los extendió al conjunto de la sociedad. Las sociedades agrarias no hicieron más inteligentes a sus miembros, pero recompensaron con el éxito económico y, por ende, reproductivo a quienes se adornaban con la habilidad de llevar a cabo tareas simples y repetitivas hora tras hora, día tras día.
Hablar de Revolución Industrial –observa Clark– no parece la mejor denominación para la nueva etapa económica, caracterizada más bien por un fuerte aumento de la productividad tanto en las manufacturas como en la agricultura, pero es la expresión más aceptada. Sea como fuere, lo que importa es saber cuáles fueron sus mecanismos básicos. El más llamativo fue la práctica desaparición de la tierra como factor de producción. Entre 1750 y 2000, las rentas agrarias y urbanas redujeron su papel en la economía británica de una cuarta a menos de una vigésima parte. El gran crecimiento de los últimos dosciento cincuenta años tuvo, pues, que brotar de otras dos fuentes: mayor capital por trabajador y mayor eficiencia del proceso productivo. Según los cálculos de Clark, el primer factor explica tan solo una cuarta parte del crecimiento, dejando los tres cuartos restantes al segundo. Es decir, la parte del león en el aumento de la productividad se la llevó básicamente la innovación.
Todo el proceso podría haber acabado con una nueva recaída en la trampa maltusiana de no haber coincidido con un inesperado crecimiento de la población inglesa entre 1750 y 1800, que se produjo independientemente de aquélla. Ese crecimiento demográfico se había hecho notar antes de que aumentara la productividad y sus causas no fueron mayormente económicas. A principios del siglo XVIII, las mujeres inglesas empezaron a casarse antes; la proporción de solteras cayó de una cuarta parte en el siglo anterior a la décima; los nacimientos ilegítimos crecieron. Entre 1650 y 1800 la fertilidad aumentó un 40 por ciento. Como la agricultura doméstica no podía hacer frente a la creciente demanda de alimentos y de materias primas, al país no le quedó otra salida que pagar sus importaciones con la exportación de productos manufacturados. Y, así, Inglaterra se convirtió en la gran fábrica del mundo.
¿Por qué no pasó lo mismo en Asia? Sin citar fuentes, Clark apunta que bajo la dinastía Qing (1644-1911) y el shogunato Tokugawa (1603-1868) tanto China como Japón habían hecho notables progresos educativos y que su tecnología no había permanecido estancada. Ambas sociedades se encaminaban hacia una eventual Revolución Industrial local, pero su velocidad de crucero era inferior a la de Inglaterra. Nuevamente, ¿por qué? A pesar de reconocer la insuficiencia de datos sobre la demografía de China, Japón o India, Clark no se resigna a ofrecer menos de dos explicaciones. La primera está en la extensión de la superficie de cultivo. Entre 1300 y 1750, la población de China se triplicó y la de Japón creció cinco veces, pero ambos países pudieron alimentar ese excedente demográfico con más producción agraria. A diferencia de Inglaterra, no necesitaron encontrar una salida hacia el exterior. Aún más importante es la segunda. En ambos países los ricos no conocieron el mismo éxito reproductivo que en Inglaterra. En Japón, los datos de adopciones entre familias samurai muestran que desde el siglo xviii su fertilidad bajó respecto de la de los ricos ingleses. En consecuencia, sus hijos legítimos o adoptados no excedían la tasa general de reproducción, la movilidad descendente no actuaba y los valores de la clase media no podían difundirse con igual velocidad. En China, datos sobre la fertilidad del linaje imperial de los Qing muestran una tendencia similar. En resumen, la demografía empujaba en otras partes hacia la Revolución Industrial, pero sólo en Inglaterra, cuya agricultura no daba abasto para satisfacer las demandas de una población creciente, permitió el asentamiento rápido de los valores de la clase media.
Con Weber y la teología puritana hemos topado. El motor de la acumulación se halla en el ahorro, la laboriosidad y el buen crédito. Aquí, amén de en un uso excesivamente alegre de algunos de los datos empíricos aportados, es donde uno empieza a juzgar que Clark es menos riguroso de cuanto aparenta. La teología puritana por sí sola hace a la gente más virtuosa, no más rica. Supongamos una sociedad cerrada y en equilibrio sobre un nivel de subsistencia, y supongamos que allí arriban unos presbíteros calvinistas que convencen a sus miembros de que deben ser más ahorrativos. Si el consumo disminuye al año siguiente un 10 por ciento, la sociedad no encontrará salida para su excedente de producción, y así sucesivamente. El ahorro y la laboriosidad sólo desencadenan un proceso de acumulación inicial si en la sociedad de referencia o en otras de su entorno hay gentes menos ahorrativas y virtuosas que gastan sus ingresos en comprar lo que los puritanos producen. Esta historia la contó con mucho salero el Mandeville de La fábula de las abejas, así que puede darse por sabida.
Si el ahorro y el trabajo por sí solos no explican la acumulación, Clark tiene que caer en otra trampa maltusiana, esta vez teórica, pues la única explicación para la acumulación habrá de proceder bien de la tecnología, bien de la mortalidad. Clark no se fía por completo de la primera porque huele a chamusquina institucionalista. Tecnología es aplicación del conocimiento a la producción de bienes y servicios con dos consecuencias: mayor utilización de capital y mejor organización del proceso productivo. No en balde la obra de Adam Smith arranca con el análisis de la división del trabajo en la base de la Revolución Industrial. North, por su parte, ha destacado que el aumento de la productividad causado por la tecnología se hace más estable en un entramado institucional donde la libertad de investigación va en paralelo con la nación-Estado y las garantías jurídicas para la propiedad. Justamente lo que, a lo largo de varios siglos y no sólo por casualidad, había sucedido en Europa occidental y no en otros lugares del planeta como China, Japón y el mundo islámico.
El arrebato anti-Smith de Clark lógicamente lo lleva a no mencionar más que de pasada otro mecanismo fundamental en el proceso de acumulación moderna: el comercio internacional. Sin él, empero, ni Dios hubiera librado a los puritanos de la ruina. En su modelo, sin embargo, el comercio internacional es el último expediente al que recurrieron los ingleses para poder mantener a una población que había crecido al albur de una fertilidad incontrolada. Como el comercio malamente puede desarrollarse sin libertad de movimientos para el capital y para el trabajo, y sin las instituciones que regulan los mercados, Clark prefiere olvidarse de él, para no tener que explicar que el desarrollo de la economía de mercado, aunque no fuera ajeno a China o al mundo islámico, alcanzó su cima inicial con las ferias medievales europeas, muy anteriores a la gran evasión.
La mortalidad es, en definitiva, el único acicate operativo en la mejora de las condiciones de vida. Cuanto peor para la generación actual, mejor para las venideras. La peste negra proporcionó a los jornaleros ingleses supervivientes las mejores condiciones de vida de su historia. Si Clark tiene razón, gentes como Stalin, Hitler o Mao, que tanto contribuyeron a diezmar sus poblaciones y las ajenas, han sido injustamente maltratadas. Tal vez la ola de bienestar económico de Europa Occidental a partir de 1945 se deba a la venturosa guerra mundial que los dos primeros contribuyeron decisivamente a desencadenar. Esta no es una reflexión moralista. Aunque Hitler no pudo practicar en toda su extensión sus ambiciosos proyectos económicos, sí sabemos lo que pasó con el comunismo ruso y el chino: a la postre, la mortalidad que indujeron no trajo sino estancamiento.

domingo, 8 de febrero de 2009

"Industrial Evolution", por Benjamin Friedman

Industrial Evolution
Review by Benjamin M. Friedman
(Sunday Book Review, The New York Times, 9 dec 2007)
Gregory Clark, A Farewell to Alms. A Brief Economic History of the World. Princeton University Press, 2007.


Every story has to begin somewhere. Do we think technological progress was responsible for the Industrial Revolution and the astonishing increase in living standards in some countries but not others since then? Fine, but what brought about the new technology? Maybe social and political institutions — democracy, tolerance, the rule of law — played a role in when and where living standards increased. But where did they come from?
After decades of banishment to the realm of sociology and other such disciplines, the idea that a society’s “culture” matters has recently reappeared in economics. David Landes, an economic historian and a living national treasure if there ever was one, began this movement nearly 10 years ago when he looked in part to culture to explain “why some are so rich and some so poor” (the subtitle of his classic overview of world history).
But why not go one step further: If culture is responsible, where does it come from? Why do some countries have an economically helpful culture while others don’t? And, since no society got very far in economic terms before the Industrial Revolution, what caused the culture of the recently successful ones to change?
In “A Farewell to Alms,” Gregory Clark, an economic historian at the University of California, Davis, suggests an intriguing, even startling answer: natural selection. Focusing on England, where the Industrial Revolution began, Clark argues that persistently different rates of childbearing and survival, across differently situated families, changed human nature in ways that finally allowed human beings to escape from the Malthusian trap in which they had been locked since the dawn of settled agriculture, 10,000 years before. Specifically, the families that propagated themselves were the rich, while those that died out were the poor. Over time, the “survival of the richest” propagated within the population the traits that had allowed these people to be more economically successful in the first place: rational thought, frugality, a capacity for hard work — in short the familiar list of Calvinist, bourgeois virtues. The greater prevalence of those traits in turn made possible the Industrial Revolution and all that it has brought. (A lacuna in the argument is that Clark never says just how prevalent this Darwinian process made the traits he has in mind. Would an increase from, say 0.05 percent of the population to 0.50 percent have mattered much?)
Clark’s book is delightfully written, offering a profusion of detail on such seeming arcana as technology in Polynesia and Tasmania before contact with the West,
Sharia-consistent banking practices in the Ottoman Empire and bathing habits (actually, the lack thereof) in 17th-century England. But Clark’s eye is fixed steadily on the idea he’s pushing; the details are fascinating, but they are there because they help make his central argument. Clark is also marvelously adept at drawing out the relevance of many facets of his historical inquiry for present-day concerns. For example: “We think of the Industrial Revolution as practically synonymous with mechanization, with the replacement of human labor by machine labor. Why in high-income economies is there still a robust demand for unskilled labor? Why do unskilled immigrants with little command of English still walk across the deserts of the U.S. Southwest to get to the major urban labor markets to reap enormous rewards for their labor, even as undocumented workers?”
The heart of Clark’s analysis consists of a detailed examination of births, deaths, income and wealth in England between 1250 and 1800, as evidenced primarily by wills. Although the records are scant, he finds that on average richer people were more likely to marry than poorer people, they married at earlier ages, they lived longer once they were married, they bore more children per year of marriage, and their children were more likely to survive and to bear children themselves. The result was centuries of downward mobility, in which the offspring of richer families continually moved into the lower rungs of society. Along the way, their behavioral traits and attitudes became ever more dominant.
Clark’s hypothesis is interesting for at least two reasons. First, it provides an internal mechanism to explain the Industrial Revolution. No deus ex machina, like James Watt’s improving the steam engine, or the Whigs’ overthrow of James II leading to England’s Glorious Revolution, is necessary. Given the conditions at work in England nearly a millennium ago, changes naturally occurred that made an industrial revolution probable, if not inevitable.
Second, Darwinian evolution is usually seen as a process that works over very long periods of time, with consequences for humans that we can observe only by looking far into the past. By contrast, Clark’s explanation for the Industrial Revolution is a change in “our very nature — our desires, our aspirations, our interactions” — that occurred within recorded history, indeed within the last half-dozen centuries. His idea also stands in contrast to the entire orientation of Enlightenment thinking, including Adam Smith’s, toward accepting human nature as it is and asking what social institutions would allow humankind with that nature to flourish (as Rousseau put it, “men as they are and laws as they should be”).
One frustrating aspect of Clark’s argument is that while he insists on the “biological basis” of the mechanism by which the survival of the richest fostered new human attributes and insists on the Darwinian nature of this process, he repeatedly shies away from saying whether the changes he has in mind are actually genetic. “Just as people were shaping economies,” he writes in a typical formulation, “the economy of the preindustrial era was shaping people, at least culturally and perhaps also genetically” (emphasis added). Nor does he introduce any evidence, of the kind that normally lies at the core of such debates, that traits like the capacity for hard work are heritable in the sense in which biologists use the term.
The issue here is not merely a matter of too often writing “perhaps” or “maybe.” If the traits to which Clark assigns primary importance in bringing about the Industrial Revolution are acquired traits, rather than inherited ones, there are many non-Darwinian mechanisms by which a society can impart them, ranging from schools and churches to legal institutions and informal social practices. But if the traits on which his story hinges are genetic, his account of differential childbearing and survival is necessarily central. (Experts on medieval demography may also raise questions about Clark’s reliance on wills, rather than parish records of births and deaths, but that is a different issue.)
Another troubling aspect of Clark’s book is the tension between his portrayal of the Industrial Revolution as a gradual development, as it would have to have been if it were the consequence of an evolutionary process — “the suddenness of the Industrial Revolution in England was more appearance than reality,” he claims — and his emphasis in early chapters on the iron grip of the Malthusian economy from which the Industrial Revolution finally allowed humanity to break free. Clark is thorough in explaining the perverse mechanics of the Malthusian world, in which food production and therefore population are strictly limited, together with the perverse implications that follow. (Catastrophes like the Black Death or failed harvests make people — those who survived, that is — better off by reducing the numbers competing for limited resources; improvements like sanitation or new medicines, or even charity, make everyone miserable.) And he repeatedly insists that this was the world in which humans, everywhere, lived for eons: “Living standards in 1800, even in England,” he writes, “were likely no higher than for our ancestors of the African savannah.” After this prelude, however, discovering that the Industrial Revolution is consistent with a Darwinian explanation because it occurred so gradually comes as something of a surprise.
Clark’s hypothesis also raises a troubling question about the future, albeit one he doesn’t mention. If the key to economic progress in the past was the survival of the richest, what is in store now that the richest no longer outbreed everyone else? As he notes in passing, in most high-income countries today family income bears no systematic relation to the number of children produced. Further, the populations of some rich countries in Europe are shrinking, apart from immigration, and the United Nations Population Division projects that 97 to 98 percent of the entire increase in the world’s population between now and 2050 will be in the developing world.
Right or wrong, or perhaps somewhere in between, Clark’s is about as stimulating an account of world economic history as one is likely to find. Let’s hope that the human traits to which he attributes economic progress are acquired, not genetic, and that the countries that grow in population over the next 50 years turn out to be good at imparting them. Alternatively, we can simply hope he’s wrong.

Benjamin M. Friedman is an economics professor at Harvard. His most recent book is “The Moral Consequences of Economic Growth.”